viernes, 5 de abril de 2013

EL DIOS DE NUESTROS ANTEPASADOS


EL DIOS DE NUESTROS ANTEPASADOS

¿ES EL MISMO PADRE DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO?

 

P. Eleazar López Hernández

Centro Nacional de Ayuda a las Misiones Indígenas, Febrero de 2013.

 

 

Introducción

 

Cuando nuestras hermanas y hermanos indígenas de base recitan en la Iglesia las oraciones cristianas que les han enseñado los misioneros y agentes de pastoral desde la primera evangelización hasta nuestros días, muchos utilizan nombres y atributos de Dios que son anteriores a la llegada del Cristianismo. En consecuencia cabe preguntarnos si ellas y ellos están pensando que Aquel a quien se dirigen sus rezos es el mismo Dios que nuestros antepasados prehispánicos veneraban en estas tierras. Seguramente los más apegados a la tradición antigua –porque la mantienen desde siempre o la han recuperado recientemente-  no dudarán en responder que es el mismo Dios;  pero ciertamente los más allegados a la institucionalidad eclesial tendrán reservas en sostener una certeza así de contundente. Y es que venimos cargando una tradición doctrinal de la Iglesia que no ha hecho un diálogo explícito entre ambas vertientes religiosas que conforman nuestra alma indígena de hoy y, por eso, terminamos dependiendo en gran medida de los humores y veleidades que trae cada pastor o servidor eclesial que llega a nuestras comunidades.

 

En ocasión de que ahora, en el contexto del “año de la fe” –sea porque se nos solicita o por iniciativa propia- queremos hacer traducciones de los textos bíblicos y litúrgicos de la Iglesia para que sean comprendidos mejor por nuestra gente, se nos presenta la problemática y la oportunidad de tener que establecer o re-establecer puentes de intercomunicación entre el mundo religioso que nos llegó con los misioneros y el mundo religioso que traemos por herencia de nuestras abuelas y abuelos de muchos siglos atrás. En estas circunstancias nos salta de inmediato la pregunta: ¿El Dios de nuestro señor Jesucristo es en verdad el mismo Dios de nuestros antepasados? ¿Podemos establecer alguna conexión o continuidad entre el credo ancestral de nuestros pueblos y el credo cristiano? Estas interrogantes son cruciales para lograr armonizar nuestra vida de fe y nos desafían a recorrer los caminos e incluso ir más allá de lo que hicieron los primeros intérpretes o lenguas que auxiliaron a los misioneros del siglo XVI.

 

En el pasado la presión de los acontecimientos llevó a muchos intérpretes a defender la fidelidad a la Iglesia en detrimento de la fidelidad a nuestros pueblos. Basta recordar a los famosos “niños mártires de Tlaxcala” y a los “fiscales zapotecas de Cajonos” que, como resultado de esta confrontación violenta, al ponerse totalmente del lado de los misioneros descalificando la fe de sus mayores, fueron sacrificados por sus mismos paisanos. Pero ahora estamos en condiciones de armonizar ambas fidelidades sin menoscabo de ninguna de ellas porque, como dijo Juan Pablo II “se puede ser cristiano sin dejar de ser indígena” incluso al rezar las oraciones y el Credo de la Iglesia. Lo cual no es una tarea fácil, pero debemos asumirla con audacia de espíritu y con prudencia pastoral.

 

 

1.    Sentido del Credo como convicciones profundas de fe

 

El Credo de la Iglesia es la afirmación incuestionable de las verdades que constituyen la base fundamental de nuestra fe cristiana. Son los Dogmas que contienen lo esencial o lo más profundo de nuestra propuesta como Iglesia. Es la herencia doctrinal de los Apóstoles, que es irrenunciable y que nos mantiene en sintonía de mente y corazón con todos los discípulos de Jesús de hoy, de ayer y de siempre. Pero no se trata de certezas científicas, sino certezas de fe que proclamamos sobre todo con  nuestra vida.

 

Proclamar el Credo es manifestar de manera contundente nuestras convicciones de fe ante aquellos que nos piden razón de nuestra esperanza incluso si ellos no comparten nuestra fe. Y en ese sentido a la expresión ‘credo’ en latín se le han dado características únicas para comunicar esa profesión rotunda de fe que implica tanto la seguridad de la mente como la convicción del corazón. Por eso, en orden a una traducción adecuada habría que ver primero si en nuestras lenguas indígenas existen palabras apropiadas para trasmitir el mismo contenido o habría que innovar terminologías que ayuden a dar ese sentido del ‘credo’. Porque no podemos olvidar que en el español que aprendimos, el término “creo” tiene más la connotación de duda o incertidumbre que de afirmación contundente de certezas (p.e ‘creo que va a llover’ que no está afirmando una certeza sino sólo una probabilidad). De ahí la necesidad de ver si en náhuatl y en otras lenguas indígenas existen términos equivalentes a esta firmeza del “credo” latino o griego.

 

2.    ¿Creo o creemos?

 

Es un hecho que tanto la primera persona en singular como la del plural tienen antecedentes en la tradición de la Iglesia desde muy antiguo. “Creo” en singular, ha sido la más frecuente en la liturgia y en los actos canónicos pues enfatiza el reconocimiento de la fe personal de cada uno de los fieles dentro siempre de la comunidad cristiana; y se exige cuando alguien es ordenado o toma un cargo de autoridad o de enseñanza oficial dentro de la Iglesia. En cambio “creemos” es de menor uso pero hace énfasis en que la fe es de toda la comunidad y sólo unido a ella los discípulos de Cristo la podemos proclamar legítimamente como se hace con el “Padre Nuestro”.

 

3.    Largo recorrido del Credo Cristiano; consensos en medio de tensiones (herejías)

 

El Credo de la Iglesia no se formuló de la noche a la mañana. Implicó un proceso largo de diálogo intraeclesial a través de muchos debates y confrontaciones de pensamientos influenciados inevitablemente por los tiempos y las culturas de los fieles.

 

Ciertamente el contenido fundamental del Credo se ha mantenido, pero su formulación se fue modificando en el transcurso del tiempo, sobre todo, en los primeros cuatro siglos de la era cristiana. En esa época se tuvieron que construir consensos comunitarios a partir de las diferentes posiciones existentes en el seno de las iglesias particulares, que no siempre pudieron compaginarse fácilmente. En ocasiones se confrontaron de manera violenta y a veces se dieron divisiones importantes de la Iglesia por causa de estas desavenencias dogmáticas. Los perdedores que se separaron fueron considerados herejes y cismáticos por los demás. De ahí nació la categorización de ortodoxias y heterodoxias[1] para determinar quién está en la verdad y quién no. Pienso que sería bueno volver a analizar hoy las razones de unos y de otros en esas confrontaciones del pasado a fin de comprender mejor esa problemática del inicio del cristianismo para aprender de ellas y para evitar los problemas que generaron.

 


4.    Lenguaje usado en el Credo

 

Es claro que el lenguaje usado en el Credo cristiano de los primeros siglos es el de la cultura helénica de esos tiempos marcada por tendencias filosóficas contrastantes entre el idealismo de Platón y el realismo de Aristóteles, pasando por muchas variantes de otros filósofos menores que se enfrascaban en discusiones interminables sobre la importancia que debía darse a las realidades materiales frente a las realidades no materiales (Gnósticos y Agnósticos, Epicúreos y Maniqueos, etc). Eso explica el uso de términos de la Academia como “consubstancial” (homousios), “Dios de Dios, Luz de Luz” y varios más que buscan dar a entender un poco del misterio insondable de Dios, a la vez Uno y Trino; Trascendente y Encarnado. Para manejar ese lenguaje abstracto necesitamos hoy el conocimiento previo de la filosofía griega, que ni siquiera todos los primeros cristianos usaban de manera cotidiana.

 

Por eso, al mismo tiempo que el Credo echó mano de las expresiones muy abstractas de la academia de su tiempo, mantuvo también el lenguaje popular con metáforas muy sencillas y más cercanas a la mentalidad de la gente mayoritaria del pueblo; por eso usaban expresiones ligadas a la experiencia de familia como hablar de “Dios Padre”, “Dios Hijo, nacido del Padre, engendrado no creado” y Dios Espíritu Santo visualizado como dinamismo de amor que hace posible la unidad familiar.

 

Este lenguaje popular es el que nos puede ayudar más a establecer conexión del Credo cristiano con la fe de nuestros pueblos indígenas de hoy, cuyas metáforas sobre Dios son bastante similares a esas categorías no refinadas del Credo nicenoconstantinopolitano, aunque en el pasado las y los abuelos nuestros también tenían el lenguaje abstracto. En ese sentido cuando hablamos de Dios Padre que engendra al Hijo, esto señala ciertamente su carácter masculino, pero cuando decimos que el Hijo nace del Padre, de hecho estaríamos hablando, como nuestros pueblos, de Dios más como Madre, pues es de la madre que nacen los hijos. Claro que todo lo que decimos de Dios no son más que metáforas o analogías para acercarnos un poco a una realidad que rebasa nuestra comprensión humana.

 

5.    Credo del pueblo de Jesús

 

Todos los israelitas, desde pequeños recitaban en las fiestas judías y particularmente en la Pascua el “Shemá, Israel”, donde se recuerda que Yahvéh es el Dios de sus padres, porque los eligió como pueblo de su predilección en Abraham a fin de ser bendición para todas las naciones; Él los sacó de la esclavitud de Egipto, les dio la tierra prometida y de ellos hará brotar un reinado de justicia y de paz para todo el universo. Es lo que plasmaron en el Antiguo Testamento donde también se señala que Yahvéh Elohim es el Dios que creó el cielo y la tierra y a la humanidad entera.

 

El pueblo hebreo recitaba el “Shemá, Israel” no como un compendio de doctrina sino como el relato de su propia historia de salvación conducida por Dios. Y eso que podría llamarse “credo israelita” tenía dos expresiones: la popular a partir de las creencias sencillas de las tribus y de los pobres, que giraban en torno a la palabra EL (Dios) que ponían al principio o al final de muchas nombres y palabras (Elías, Eliseo, Eleazar; Rafael, Gabriel, Joel, Daniel, Ezequiel; Israel, Betel, Penuel); y la refinada de la clase sacerdotal (escribas, fariseos, doctores de la ley) en torno a la palabra “Yahvéh”, que no se debía pronunciar ni representar en imágenes, pues no cabe en ninguna de ellas y más bien lo desvirtúan; por eso eran iconoclastas, es decir, enemigos de hacer imágenes de Dios.

 


6.    Credo de Jesús

 

A través de su Madre María (ver el canto del Magníficat en Lucas 1,46-55), Jesús bebió y vivió la fe de su pueblo. Pero no siendo de la casta sacerdotal, él manejó más el credo popular: Por eso lleg’o a expresar: “Yo te bendigo, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a los pobres y sencillos” (Lucas 10,21). El credo de Jesús giraba en torno a la categoría “Abba”, que quiere decir Padre, usada de manera muy familiar: “papá”, “papi” (Lucas 11). En ese sentido los atributos fundamentales que Jesús le pone a Dios son la bondad y la misericordia con el pobre y caído en desgracia (cf. Parábola del hijo pródigo en Lucas, 15,11-32); y el involucramiento de Dios en la realidad humana, hasta hacerse igual a nosotros en todo menos en el pecado; apareciendo como campesino, albañil, comerciante, pastor, novio, esposo (ver el “Padre Nuestro” y las parábolas de Jesús para hablar del la buena nueva del Reino de Dios que siempre incluye un llamado de cambio radical: “Conviértanse y crean en el evangelio”)

 

7.    Credo de los Apóstoles

 

Las primeras comunidades cristianas conocieron a Jesús a través del testimonio y la predicación de los Apóstoles. Por eso ellas a su profesión de fe la llamaron “Credo de los Apóstoles”, pues fueron éstos quienes les plantearon: “lo que hemos visto y oído… eso es lo que les hemos trasmitido” (1Juan 1,1-5). La preocupación inicial de estas primeras comunidades no era la formulación doctrinal de un Credo sino el testimonio de una vida en fraternidad (Hechos 2 y 4). De ahí que no encontremos en los textos del Nuevo Testamento una formulación amplia y explícita del Credo; solo testimonios de haber encontrado la salvación en Jesús o doxologías como oración.

 

Sin embargo, inmediatamente después de la época apostólica, los Padres de la Iglesia iniciaron la elaboración de un Credo doctrinal que fue creciendo poco a poco hasta alcanzar la dimensión que ahora tiene. De esa manera, en la Didajé[2] o enseñanza de los Apóstoles (año 90 a 100 de nuestra era), como documento que testimonia cómo los primeros cristianos del mundo griego celebraban su fe, se pone como oración dentro de la plegaria eucarística lo que podría considerarse el núcleo inicial del Credo cristiano:

 

Tú, Dios omnipotente,[3] por tu nombre, creaste todas las cosas”.

 

Entre los años 150 a 180, los Padres de la Iglesia –tanto griegos como latinos- ampliaron esta formulación inicial sin quitarle lo conciso y sencillo:

 

Creo en el Padre Omnipotente y en Jesucristo, Salvador nuestro, y en el Espíritu Santo Paráclito, en la Santa Iglesia y en el perdón de los pecados”. [4]

 

Otra fórmula posterior era:

 

“Creo en Dios Padre Omnipotente, y en su Hijo Jesucristo unigénito, y en el Espíritu Santo, y en la resurrección de la carne, y en la Santa Iglesia Católica”. [5]

 

8.    Los primeros credos formales

 

Entre los años 200 a 300, el Credo avanzó en su contenido y así tenemos la siguiente redacción de San Rufino (romano), que coincide con el Psalterium Aethelstani (griego) con once afirmaciones fundamentales:

 

·         Creo en Dios Padre omnipotente;

·         Y en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor,

·         Que nació de María Virgen por obra del Espíritu Santo

·         Fue crucificado bajo Poncio Pilato y sepultado

·         Al tercer día resucitó de entre los muertos,

·         Subió a los cielos, está sentado a la diestra del Padre,

·         Desde ahí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos;

·         Y en el Espíritu Santo,

·         La Santa Iglesia,

·         El perdón de los pecados

·         Y la resurrección de la carne. Amén[6]

 

Más adelante se le añadió la afirmación 12: “y la vida eterna” (Cf. Credo de san Cirilo de Jerusalén).

 

El Credo o Símbolo Niceno propuso en Oriente (en lengua griega) la siguiente formulación amplia:

 

“Creemos en un solo Dios, padre omnipotente, hacedor de todas las cosas, de las visibles y de las invisibles. Y en un solo Señor Jesucristo hijo de Dios unigénito, engendrado de Dios padre, es decir, de la sustancia del Padre, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no hecho, consustancial con el Padre, por quien fueron hechas todas las cosas, lo que hay en el cielo y lo que hay en la tierra, lo visible y lo invisible, que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó y se encarnó, es decir, fue perfectamente engendrado, de Santa María siempre virgen por obra del Espíritu Santo, se hizo hombre, es decir, tomó al hombre perfecto, alma, cuerpo e inteligencia y todo cuanto el hombre es, excepto el pecado, no por semen de varón, ni en el hombre, sino formando para sí mismo la carne de una sola y santa unidad, no a la manera que inspiró, habló y obró en los profetas, sino haciéndose perfectamente hombre, porque el Verbo se hizo carne (Juan 1,14), no sufriendo cambio o transformando su divinidad en humanidad, sino juntando en una sola su santa perfección y divinidad; porque uno solo es el Señor Jesucristo y no dos; el mismo es Señor, el mismo es rey, que padeció el mismo en su carne y resucitó y subió a los cielos en su mismo cuerpo, que se sentó gloriosamente a la diestra del Padre, que ha de venir con el mismo cuerpo, con gloria, a juzgar a los vivos y a los muertos; y su reino no tendrá fin; y creemos en el Espíritu Santo, el que habló en la Ley y anunció en los profetas y descendió sobre el Jordán, el que habla en los Apóstoles y habita en los santos; y así creemos en Él, que es Espíritu Santo, Espíritu de Dios, Espíritu perfecto, Espíritu consolador, increado, que procede del Padre y recibe del Hijo y es creído.

 

Creemos en una sola Iglesia Católica y Apostólica y en un solo bautismo de penitencia, en la resurrección de los muertos y en el justo juicio de las almas y de los cuerpos, en el reino de los cielos, y en la vida eterna”.[7]

 

 

9.    Credo Niceno-constantinopolitano

 

Al celebrarse el II concilio ecuménico en Constantinopla (381), - contra los macedonianos, eunomianos o anomeos, arrianos o eudoxianos, semiarrianos o pneumatómacos, sabelianos,  marcelianos, fotinianos y apolinaristas -, se llegó a la formulación final del Credo asumiendo la esencia del Símbolo Niceno y expresándolo tal como lo tenemos hasta nuestros días en sus dos versiones: en primera persona en singular (creo) o en plural (creemos).

 

Creemos (creo) en un solo Dios, Padre omnipotente, creador del cielo y de la tierra, de todas las cosas visibles o invisibles. Y en un solo Señor Jesucristo, el Hijo unigénito de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, nacido, no hecho, consustancial con el Padre, por quien fueron hechas todas las cosas; que por nosotros los hombres y por nuestra salvación descendió de los cielos y se encarnó por obra del Espíritu Santo y de María Virgen, y se hizo hombre, y fue crucificado por nosotros bajo Poncio Pilato y padeció y fue sepultado y resucitó al tercer día según las Escrituras, y subió a los cielos, y está sentado a la diestra del Padre, y otra vez ha de venir con gloria a juzgar a los vivos y a los muertos; y su reino no tendrá fin. Y en el Espíritu santo, Señor y vivificante, que procede del Padre, que juntamente con el  Padre y el Hijo es adorado y glorificado, que habló por los profetas. En una sola Santa Iglesia Católica y Apostólica. Confesamos un solo bautismo para la remisión de los pecados. Esperamos la resurrección de la carne y la vida eterna del siglo futuro. Amén [8]

 

Es evidente, como ya expuse antes, que en la formulación del Credo que heredamos de los primeros cuatro siglos de la era cristiana – en la que contribuyeron especialmente los llamados Padres de la Iglesia, tanto griegos como latinos- la Iglesia quería expresar en frases claras y distintas el contenido fundamental de la fe poniéndola en las mejores categorías filosóficas del mundo griego en que se hallaba inmersa entonces la mayoría de los discípulos del Señor. Esta actitud dialogante con el helenismo, que significó en ese momento un gran avance en la intelección de la fe, constituye posteriormente su principal limitante, ya que quedó el Credo tan ligado a ese pensamiento que no se puede entender sin conocer y manejar suficientemente la filosofía helénica de esa época específica de la historia.

 

Para nosotros que nos movemos hoy con nuevos paradigmas o herramientas de conocimiento, -especialmente si queremos echar mano del lenguaje indígena -, nos queda la tarea de hacer inteligible para nuestra gente el mismo contenido esencial de ese Credo de los primeros cristianos. Para ello debemos asumir con la pasión y la prudencia necesarias los desafíos que trae consigo el mundo cultural y religioso diverso de nuestros pueblos originarios que están dentro de la Iglesia pero desean mantener sus identidades particulares. Como señala el documento de Puebla, necesitamos poner en marcha procesos serios de trasvasamiento o inculturación del Evangelio conociendo a fondo el contenido del Credo pero también la fe ancestral y las herramientas culturales y teológicas de nuestros pueblos.

 

En esta tarea -que no es sólo de traducir sino de inculturar entablando un serio diálogo interreligioso- los sacerdotes y religiosas de extracción indígena jugamos un papel de suma importancia y se nos reclama ser fieles a ambas partes del puente de intercomunicación, que vincula la iglesia con nuestros pueblos, a sabiendas de que en el pasado estos dos mundos culturales y religiosos han estado oficialmente enfrentados y urge reconciliarlos en una nueva síntesis vital que enriquezca a uno y a otro.  En eso ya no se vale pretender imponer uno en detrimento del otro.

 

Y como el mundo indígena es el más débil en este proceso de diálogo se requiere previamente incrementar en nosotros el conocimiento y valoración de ese mundo nuestro a fin de que pueda encontrarse con el mundo eclesial que está más consolidado con instituciones que lo promueven y defienden. Es la razón de ser de la siguiente parte de mi presentación, donde hablaré un poco de la fe ancestral de los pueblos mesoamericanos para suscitar interés y decisión de meterse a profundizarlo.

 

 

10. El Dios de nuestros padres indígenas

 

Fuentes del Credo Mesoamericano

 

Ciertamente a los ministros oficiales de la Iglesia, aún siendo de extracción indígena, nos falta mucho por analizar y, sobre todo por profundizar, en la teología fundante de Mesoamérica, pero podemos acercarnos al Credo de nuestros antepasados a través de los poemas teológicos de Netzahualcóyotl, que recogen el pensamiento de los Toltecas, y a través de los escritos de Bernardino de Sahagún que retoman la investigación de los estudiantes del Seminario Indígena de la Santa Cruz de Tlatelolco; y lo que queda del famoso Coloquio de los Doce primeros misioneros franciscanos en el Anáhuac, que luego se introdujo en el Nican Mopohua del relato guadalupano.[9]

 

Credo de Netzahualcóyotl

 

Los principales nombres y atributos que Netzahualcóyotl daba a Dios son:

 

·         Es Dios único y verdadero (in huel nelli téotl), que no vive en templos ni palacios, sino en el corazón de mi hermano el hombre. Él está en todas partes.

·         Él es Moyocoyani o Moyocoyotzin, es decir, Árbitro Supremo de todo o Inventor de sí mismo; Él es Teyocoyani, es decir, todo fue creado por Él y a Él nadie lo creó. Por todas partes es venerado

·         Él es Ipalnemohuani, Dador de Vida, Aquel por Quien Vivimos; Fuente de toda vida

·         Es In Tloque Nahuaque, Dueño del Cerca y del Junto.

 

Cada una de estas líneas del pensamiento de Netzahualcóyotl comporta un contenido teológico amplísimo, que los sabios y sacerdotes de aquella época trataban de dilucidar y dosificar para el conjunto del pueblo sencillo. No tenemos muchos escritos de esas explicaciones de los Tlamatinimes, pero podemos olfatearlas en los Huehuetlatolis y en los poemas de Netzalhualcóyotl que las plantea en el contexto de las particulares circunstancias de su vida como poeta, teólogo y dirigente político del pueblo: A Dios lo relaciona con la verdad como raíz y fundamento de todo, con la creación de la que Él/Ella es origen y fuente sin que esto lo reduzca necesariamente al tiempo y al espacio, con la vida en cuanto que la da y la sostiene siempre, con nosotros la humanidad, para la que se hace presente y acompaña de una manera muy cercana.

 

Tensión teológica de Netzahualcóyotl

 

Aunque Netzahualcóyotl se queja de la fragilidad de la vida en la tierra, pues parece como que Dios nos hubiera abandonado en ella y nos enloquece haciéndonos anhelar las flores verdaderas que se hallan donde Él está, Netzahualcóyotl termina reconociendo: “Tu corazón y tu palabra, Oh Padre nuestro, son como las cosas más hermosas de la tierra. Tú compadeces al hombre que sólo un brevísimo instante está junto a ti en la tierra… Con tu piedad y con tu gracia, Oh Dador de la Vida, puede vivirse en la tierra. Aquí se muestra tu gloria, aquí vuelas tú y te explayas como lucientes pájaros. Por eso éste es mi lugar, ésta es cabalmente mi casa y mi morada”.

 

Netzahualcóyotl resalta la paradoja de Dios; pues aunque Él/ Ella (Ometéotl) se mantiene siempre trascendente, sin embargo su amor de Madre-Padre lo impulsa a meterse en todo lo que existe poniéndose a nuestro lado, -adelante y atrás, a la izquierda y a la derecha, arriba y debajo de nosotros- para  comunicarnos y asegurarnos la vida. Para nada es un Dios lejano y distante, aunque a menudo pareciera jugar con nuestro destino en la tierra.

 

Credo Tolteca

 

Las ideas teológicas centrales de Netzahualcóyotl retoman el pensamiento ancestral de los Toltecas que, un milenio antes, elaboraron un credo profundo en base a lo más antiguo que tiene que ver con Ometéotl (Dios Dual o Dios de la Dualidad) y con lo nuevo de Quetzalcóatl (Serpiente Emplumada), Corazón del Cielo y Corazón de la Tierra, metido en el cosmos y en la realidad humana. Esta teología entiende a Dios al mismo tiempo como Yóhualli- Ehécatl (Noche-Viento) invisible impalpable, también como Tloque Nahuaque, Señor/a del Cerca y del Junto, la que/el que se mete en la historia de las personas y de los pueblos; y se hace coate de nosotros. Quetzalcóatl se convirtió así en el paradigma teológico más refinado de los pueblos de la cultura del maíz, que los llevó a las cimas mayores de desarrollo civilizatorio, cultural y religioso durante la época anterior a la conquista.

 

Nos convendría estudiar más a fondo este aporte teológico quetzalcoátlico que sigue vigente de muchas maneras hasta nuestros días; porque con él nuestros antepasados elaboraron en el pasado remoto las mejores propuestas de vida en armonía; porque con él recibimos la fe cristiana y afrontamos hasta el día de hoy las circunstancias diversas de la vida. El Papa Juan Pablo II reconoció que Quetzalcóatl es verdadera “Semilla del Verbo” (Discurso en el Estadio Azteca de México).

 

Otros Credos Mesoamericanos

 

Estos mismos contenidos están en los credos de los demás pueblos mesoamericanos. Habría que rastrear lo que queda de ellos en la memoria de los ancianos o en los mitos fundantes de los pueblos que se conservan en relatos y leyendas que todavía se siguen contando o cantando. Del pueblo zapoteca puedo testimoniar que lo que escribió Fr. Juan de Córdoba en su Vocabulario Zapoteca (1578) al hablar de Dios, coincide perfectamente con ese pensamiento de Netzahualcóyotl y de los toltecas. Ahí se dice claramente quién era Dios para mi pueblo: “Dios vivo y verdadero, que es padre de todos y que sustenta a todas las criaturas y las rige, que es principio de las cosas y creador de ellas y él increado, que es infinito y sin principio, regidor o gobernador con todos los atributos que a estos se ayuntan, que pone término y límite a todas las cosas; Señor del inframundo, de las lluvias, de los temblores de tierra, de los animales, de los niños, de la generación, de las gallinas, de las riquezas, ganancias, dicha y ventura; de las miserias y pérdidas y desdichas; de las mieses, de la caza, de los agüeros, de los sueños y del amor”.[10]

 

Credo Guadalupano

 

Algunos investigadores piensan que Netzahualcóyotl, por alguna razón tal vez sobrenatural, intuyó al Dios cristiano. Lo que pasa es que toda esa corriente teológica que viene desde los toltecas se halla en la misma perspectiva cristiana. Es lo que los teólogos náhuas en el Coloquio de los Doce pretendieron dar a entender a los misioneros y lo que posteriormente se rescató en la presentación de la Virgen de Guadalupe a Juan Diego, cuando ella afirma: Yo soy la madre de:

 

Diálogo de los Doce
(C. 455; 360-370) en 1524
Nican Mopohua (26o. versículo)
En 1531
 
·         In vel nelli Teutl, tlatoani,
·         In nelli teiocoianij,
·         In nelli ypalnemoani,
·         In nelli tloque, nahuaque
·         In Ilhuicava Tlatipaque,
·         Ioa in mictlan
 
·         In Huel Nelli Téotl Dios,
·         In Ipalnemohuani,
·         In Teyocoyani,
·         In Tloque Nahuaque,
·         In Huilcahua In Tlalticpaque
 

 

 

Lo que los Doce no pudieron entender ni incorporar en 1524, pues consideraban que en el credo indígena no se trataba del mismo Dios cristiano, sino del Diablo, - a quien los macehuales tenían que ‘aborrecer, despreciar, pisotear y escupir’– la Virgen de Guadalupe lo asumió sin tanto problema en 1531. Y es que, al traducir la argumentación de los Doce al náhuatl, lo que los traductores hicieron fue construir un puente de comunicación entre las dos propuestas religiosas que, a la postre, hizo posible la articulación de ambas en una nueva síntesis teológica; no  rechazando lo indígena para imponer lo cristiano, sino afirmando lo indígena identificado con lo cristiano y viceversa. Al usar para la propuesta misionera los nombres náhuas de Dios, es decir, al usar la teología náhuatl prehispánica para hablar del Dios cristiano, se estaba incorporando en la Iglesia no sólo la terminología, sino también su sentido. Y así en adelante In Huel Nelli Téotl (el verdadero Dios) se aplicará  al Dios de nuestro señor Jesucristo, y por lo tanto, Él también es el verdadero Dador de la Vida (In Nelli Ipalnemohuani), el Creador de las personas (In Nelli Teyocoyani), el verdadero Señor del Cerca y del Junto (In Nelli Tloque Nahuaque).

 

Dada la cercanía y la similitud de las concepciones teológicas mesoamericanas con el Credo cristiano, – que los primeros teólogos indios metidos en la Iglesia inmediatamente percibieron -  muy pronto se amalgamaron las dos vertientes religiosas en la mente del indígena; no así en la mente del misionero. El Dios de nuestros padres y abuelos seguía vivo en el Dios de Jesucristo. En adelante todo lo que afirmaban los antepasados de Dios, se afirmará también del Dios cristiano y de Jesucristo.

 

Este diálogo teológico impulsado o tolerado por los misioneros, pero llevado a cuestas concienzudamente por los discípulos del Seminario Indígena de Tlatelolco, rápidamente se extendió generando procesos de yuxtaposición, sobreposición, sustitución y síntesis de las dos vertientes religiosas que conformaron en adelante el alma de nuestros pueblos. Fruto de ello es la llamada religiosidad popular de clara factura indígena, pero compartida también por mestizos y hasta por buena parte de la población no indígena de México, de América Latina y el Caribe.

 

Paradigma del credo zapoteca

 

Pongo como anexo el siguiente Credo prehispánico zapoteca recogido por Fr. Juan de Córdoba en el Vocabulario Zapoteca de 1555 y de otras investigaciones y conclusiones recientes. Este credo, con ligeros ajustes, podría recitarse también hoy al interior del Cristianismo:

 

Credo Zapoteca

 

·         Creo en Dios vivo y verdadero,

Aliento eterno de vida,

Madre-Padre de todas y de todos,

que sustenta a las creaturas y las rige.

·         Creo en Quien es Origen de las cosas y Creador de ellas;

Dios infinito, increado y sin principio;

Regidor y Gobernador de todo cuanto existe;

que tiene todos los atributos para poner término y límite a las cosas.

·         Creo en Quien es Señora y Señor de los temblores de tierra,

Dueña y Dueño de los animales grandes y pequeños, incluidas las gallinas.

·         Creo en nuestra Madre y Nuestro Padre, que siempre está cerca y junto de nosotros, para unir sangres y proyectos de vida de las personas y los pueblos.

·         Creo en Quien es Dios-Diosa de los niños y de la generación humana;

Dadora-Dador de riquezas, ganancias, dicha y ventura;

y también de miserias, pérdidas y desdichas.

·         Creo en Quien es Señora-Señor del relámpago, del trueno y de la lluvia;

Quien hace fecunda la tierra y da el maíz, las mieses y la caza.

·         Creo en Quien es Señora-Señor del inframundo y de los muertos,

y tiene en sus manos el futuro y los sueños de todas y de todos.

·         Los zapotecas le llamamos Pita’o, Cosijo, Cozobi, Cozana;

y también Quelatziino’, Leracuece, Pezela’o, Coquela;

pero tiene muchos otros nombres que lo vinculan a la Vida que no se acaba.

·         Creo, además, que es el mismo Dios de Amor,

que nuestro Señor Jesucristo nos vino a revelar en la plenitud de los tiempos.

 

Algunas conclusiones

 

La tarea que nos incumbe a pastores, religiosas y sacerdotes de la Iglesia, que venimos de las comunidades indígenas, no puede reducirse a la traducción de la propuesta cristiana en categorías autóctonas entendibles para nuestros pueblos. Ese es, ciertamente, un servicio necesario que resulta de nuestra pertenencia a la institución eclesiástica, para ayudar a la comprensión y manejo de lo que nos ha llegado de fuera. Hace falta también dar a conocer en la Iglesia el pensamiento religioso de nuestros pueblos, de manera que también sea valorado y asumido en las instancias eclesiásticas. Así como debemos fidelidad a la fe cristiana, también debemos fidelidad a la fe de nuestro pueblo. Y hemos de superar la falsa idea de que son planteamientos totalmente incompatibles. Ya es tiempo de que nos preparemos para estar en condiciones de probar en la Iglesia que existe similitud, sintonía y complementariedad entre la búsqueda milenaria de Dios, que han llevado a cabo nuestros pueblos, y los contenidos de la revelación de Dios en la Biblia y en Jesús de Nazaret.

 

Antes de empezar a traducir lo que viene de la Iglesia nos hace falta conocer y comprender lo que viene de nuestros pueblos. Antes de querer traducir el Credo de la Iglesia, debemos reconstruir nuestro Credo indígena. Sólo así podremos ser puentes de intercomunicación que sean aceptables para ambos mundos religiosos. Los primeros traductores indígenas de los misioneros del siglo XVI así lo hicieron o, al menos, lo intentaron a pesar de las dificultades enormes que tuvieron que afrontar para esta tarea estando ellos en condición de pueblo vencido. Incluso, cuando tuvieron que afirmar lo que decían los misioneros respecto a que el dios indígena no era verdadero Dios, echaron mano de la teología más antigua de su pueblo no negándola sino mostrando que todo lo que decían los antepasados de Dios se aplicará en adelante al Dios cristiano. Y esa metodología que veladamente introdujeron estos primeros intérpretes fue desarrollada más ampliamente y sin tanto recelo en el relato de las “apariciones” de la Virgen de Guadalupe”. Retomemos esa práctica de traducciones hoy y llevémosla a su máxima expresión en un serio diálogo interreligioso, como recomiendan los obispos en Santo Domingo, con las religiones indígenas y afroamericanas que perviven en nuestro continente (SD 248).

 



[1] Estas palabras se refieren a la expresión válida o verdadera de la fe (orto-doxia) y a la expresión no válida o errónea de la fe (hétero-doxia).
 
[2] La Didajé o enseñanza (de los Apóstoles) es uno de los textos más antiguos de la cristiandad que da testimonio de lo que decían y hacían los primeros cristianos. Ver Enchiridion Patristicum, Rouët de Journel, Herder, España 1969.
 
[3] Usa aquí la misma expresión “Déspota Pantocrator” que sus coterráneos utilizaban para hablar de Zeus o Júpiter Tonante.
 
[4] Ver El Magisterio de la Iglesia, Enrique Denzinger, Herder, 1963, página 3.
 
[5] Ibidem
 
[6] Ibidem
[7] Ibidem
[8] Ibidem
[9] Ver los siguientes libros: Historia General de las Cosas  de Nueva España, Fr. Bernardino de Sahagún, Editorial Porrúa, México, 1999; Coloquios y Doctrina Cristiana, Fr. Bernardino de Sahagún, UNAM, México, 1986; Netzahualcóyotl, Vida y obra, José Luis Martínez, Fondo de Cultura Económica, México, 1972; El Nican Mopohua, un intento de exégesis, José Luis G. Guerrero, Universidad Pontificia de México, 1998; Para Comprender el Mensaje de Guadalupe, Clodomiro Siller Acuña, Editorial Guadalupe, Argentina, 2002.
 
[10] Fr. Juan de Córdova, Vocabulario en Lengua Zapoteca, 1578, páginas 140-141

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